En 1908, la anciana emperatriz de la China, que se
quedó sin descendencia, hizo traer a un niño de una familia de Manchuria, de
prosapia real, para convertirlo en el Hijo del Cielo. Esta criatura era atendida
por cientos de sirvientes y cortesanos y adquirió un poder, omnímodo en teoría,
pero que equivalía en la práctica a la absoluta soledad e impotencia. Poco
después, este poder comenzó, no sólo a mostrar sus limitaciones, sino también a
desmoronarse en forma y contenido. La proclamación de la República convirtió a
Pu Yi, a los cinco años de edad, en una anacrónica figura decorativa, prisionero
de la Ciudad Prohibida.